23:49 Horas, veo mis manos sobre el volante y recuerdo que debo mirar al frente, más allá del cristal frontal, más allá del bien y del mal que hoy ahogan poco a poco mis recuerdos en tan diáfana lectura, más allá del quinto sol de fuego que ya no augura un nuevo amanecer, más allá de las luces de mi carro, más allá de las luces de mi carro.
El retrovisor informa que un carro rojo vuelve a dar la vuelta en la calle nueve sobre la sexta; ha estado siguiéndome por 10 minutos, pero en esta pequeña ciudad eso no tiene nada de extraño. Sus altas destellantes inundan el interior de mi vehículo y advierten la presencia de dos bultos extraños sobre el asiento trasero de mi máquina de acero. Es la quinta noche que me sigue y la danza nuevamente comienza a dar función.
El paisaje casi suburbano me recuerda los viejos libros de novela negra que solía leer sobre Hamburgo y la policía local. Cada tres calles un semáforo y cada cuatro una diagonal con empedrado. Las casas de no más de dos niveles advierten la vieja usanza de techos entejados y de pisos de adoquín y la moldura antigua colonial advierten los años que llevan de pie y las historias que se ocultan tras paredes. El aire sabe a sal y la brisa huele a humedad. El silencio corta el fuego y dentro suenan mi ya clásico A - C#m D – E/ A - C#m D – E/ A - C#m D – E…
Frente a mí, un semáforo en rojo parpadeante da cuenta de la media noche que ya se avecina. Las marquesinas de las casas apenas dibujan su silueta cada vez que el rojo inunda el espacio y sobre las banquetas un charco de agua comienza a formarse. La lluvia ha empezado.
Más adelante comienza el empedrado que da hacia la playa. No, hoy no quiero seguir con la rutina y me desvío brusco a la derecha. Pronto los arbustos comienzan a aparecer y la arboleada reduce mi visión hasta unos cuantos metros que alcanzan los faros de mi Tacoma 2010. Podría prender las luces altas, pero mi languidez me impide separar las manos del volante. Prefiero la oscuridad.
Sigue la plantación y pronto de los altos y espesos árboles el escenario se transforma en planicie y soledad. Aquí no está lloviendo y la luna llena inunda el valle con su luz rosada. Ya no es necesario el acondicionamiento y bajo los cristales para sentir el olor casi cósmico que desprende el nuevo espacio donde me desarrollo.
Aquí el silencio es sordo y la soledad se vive acompañada. Aquí ni los grillos cantan pues temen a su propio canto. Aquí es tierra de nadie y no queda sino caminar hacia adelante aunque nunca hubo un atrás de referencia, un antes, un antiguamente. Aquí, en la tierra del eco las sombras desaparecen y ya no tienes compañía… Ya no tienes compañía.
El aire es más ligero y la pesadez de la ciudad desaparece junto con el sueño y el cansancio. Seguramente este sitio funciona como refugio de los enamorados, pero hoy está sin vida, sin aire, sin amor, pero sin melancolía.
Mi armónica sabe de memoria las notas que debe tocar y nuevamente me siento observado. Doy mi concierto frente al peñasco. Pronto tengo compañía y los músicos se adhieren poco a poco: el soprano del silbido del viento hace agudos que concuerdan con los graves del rugir de olas que se rompen en las piedras. Por ratos las ramas funcionan como arpas y trompetas y violines… Y muy esporádicamente mi solo con la armónica retumba en mis oídos.
Ha sido la peor de mis veladas.
Ya pronto va a amanecer y no puedo permitirme que me encuentren aquí, ni ellos, ni así. Subiré a mi camioneta, cerraré los ojos y conduciré hasta 180 km/hr. Antes que me atrapen. Correré el sendero y romperé el viento con mis manos. Cerraré las nubes y cortaré el camino. Mataré a ese lobo y me haré un collar con su pelaje y mancuernillas con sus colmillos. Morirá ese lobo y la caperucita ya no estará en peligro nuevamente, vivirá libre y vivirá por siempre, en este bosque, en esta selva, en la planicie y en la pradera; jugará con Lopo y cortará las flores, correrá el sendero y besará las nubes, y construirá el camino y borrará mi nombre.
Debo irme rápido, el sol tiene una cita es este lugar en pocos minutos. Llegaré a mi cama, y hoy, al menos hoy, pretenderé que todo ha sido un sueño, aunque encuentre lodo en mis zapatos, aunque encuentre hierba en mis bolsillos.
El retrovisor informa que un carro rojo vuelve a dar la vuelta en la calle nueve sobre la sexta; ha estado siguiéndome por 10 minutos, pero en esta pequeña ciudad eso no tiene nada de extraño. Sus altas destellantes inundan el interior de mi vehículo y advierten la presencia de dos bultos extraños sobre el asiento trasero de mi máquina de acero. Es la quinta noche que me sigue y la danza nuevamente comienza a dar función.
El paisaje casi suburbano me recuerda los viejos libros de novela negra que solía leer sobre Hamburgo y la policía local. Cada tres calles un semáforo y cada cuatro una diagonal con empedrado. Las casas de no más de dos niveles advierten la vieja usanza de techos entejados y de pisos de adoquín y la moldura antigua colonial advierten los años que llevan de pie y las historias que se ocultan tras paredes. El aire sabe a sal y la brisa huele a humedad. El silencio corta el fuego y dentro suenan mi ya clásico A - C#m D – E/ A - C#m D – E/ A - C#m D – E…
Frente a mí, un semáforo en rojo parpadeante da cuenta de la media noche que ya se avecina. Las marquesinas de las casas apenas dibujan su silueta cada vez que el rojo inunda el espacio y sobre las banquetas un charco de agua comienza a formarse. La lluvia ha empezado.
Más adelante comienza el empedrado que da hacia la playa. No, hoy no quiero seguir con la rutina y me desvío brusco a la derecha. Pronto los arbustos comienzan a aparecer y la arboleada reduce mi visión hasta unos cuantos metros que alcanzan los faros de mi Tacoma 2010. Podría prender las luces altas, pero mi languidez me impide separar las manos del volante. Prefiero la oscuridad.
Sigue la plantación y pronto de los altos y espesos árboles el escenario se transforma en planicie y soledad. Aquí no está lloviendo y la luna llena inunda el valle con su luz rosada. Ya no es necesario el acondicionamiento y bajo los cristales para sentir el olor casi cósmico que desprende el nuevo espacio donde me desarrollo.
Aquí el silencio es sordo y la soledad se vive acompañada. Aquí ni los grillos cantan pues temen a su propio canto. Aquí es tierra de nadie y no queda sino caminar hacia adelante aunque nunca hubo un atrás de referencia, un antes, un antiguamente. Aquí, en la tierra del eco las sombras desaparecen y ya no tienes compañía… Ya no tienes compañía.
El aire es más ligero y la pesadez de la ciudad desaparece junto con el sueño y el cansancio. Seguramente este sitio funciona como refugio de los enamorados, pero hoy está sin vida, sin aire, sin amor, pero sin melancolía.
Mi armónica sabe de memoria las notas que debe tocar y nuevamente me siento observado. Doy mi concierto frente al peñasco. Pronto tengo compañía y los músicos se adhieren poco a poco: el soprano del silbido del viento hace agudos que concuerdan con los graves del rugir de olas que se rompen en las piedras. Por ratos las ramas funcionan como arpas y trompetas y violines… Y muy esporádicamente mi solo con la armónica retumba en mis oídos.
Ha sido la peor de mis veladas.
Ya pronto va a amanecer y no puedo permitirme que me encuentren aquí, ni ellos, ni así. Subiré a mi camioneta, cerraré los ojos y conduciré hasta 180 km/hr. Antes que me atrapen. Correré el sendero y romperé el viento con mis manos. Cerraré las nubes y cortaré el camino. Mataré a ese lobo y me haré un collar con su pelaje y mancuernillas con sus colmillos. Morirá ese lobo y la caperucita ya no estará en peligro nuevamente, vivirá libre y vivirá por siempre, en este bosque, en esta selva, en la planicie y en la pradera; jugará con Lopo y cortará las flores, correrá el sendero y besará las nubes, y construirá el camino y borrará mi nombre.
Debo irme rápido, el sol tiene una cita es este lugar en pocos minutos. Llegaré a mi cama, y hoy, al menos hoy, pretenderé que todo ha sido un sueño, aunque encuentre lodo en mis zapatos, aunque encuentre hierba en mis bolsillos.